De esos clientes que merece la pena recordar II

Luisina, es otra de esas clientas muy especiales, tiene cuarenta, largos, no esta casada, ni ganas que tiene, y posee el aspecto de un pillastre con su pelo blanco, muy corto, al estilo garson. No medirá ni uno cincuenta, y tiene la misma mala leche que el pitufo gruñón y el enanito enfadado juntos, pero cuando se la conoce, tiene mejor corazón que nadie. Es como chicho terremoto cada vez que llega a la oficina, y no suele llevarse bien con mucha gente, así que me siento realmente contenta cuando se sienta en mi mesa y charla desenfadadamente conmigo mientras saca un sobre en el que lleva un montón de dinero para que se lo ingrese.

 

Nunca sabe lo que trae, ni quiere contarlo, así que como tiene muchos cuartos y hay que tenerla contenta, me la l

levo a tomar un café mientras Gerardo lo cuenta y hace el ingreso. Ya saben, el cliente siempre tiene la razón.

Es curioso, pero contrariamente a lo que sucede en las grandes ciudades,  son las mujeres con quien mejor me llevo, sobre todo con las que pasan de los cincuenta, que son como madres conmigo, y como yo les doy la razón y les animo a mover las perras de los maridos, pues tan contentas.

Son muchas las personas que he conocido a través de mi trabajo, y tendría que escribir un libro entero si quisiese hablar de todas ellas, pero no quiero dejar pasar por alto este momento para homenajear, a esos clientes tan especiales que son la gente más mayor, en especial, a esos pensionistas que son muy mayores, y ya no pueden venir a la oficina.

Por este motivo, se habilitó una casa en San Jerónimo, un pueblecito, que aunque está muy cerca de Astoria, se encuentra lo bastante lejos como para que sus abuelos no pudiesen venir andando hasta donde está nuestra oficina. Y como no siempre tenían quien les llevase, pues decidimos ir nosotros a San Jerónimo.

Hasta mi  llegada, Fernando se ocupaba de este menester, pero como ya saben que al nuevo le suelen tocar las tareas que todos procuran eludir, pues entre otras estaba ésta.

Al principio, a la gente no le hizo mucha gracia, porque ya saben, si el hombre es animal de costumbres, los mayores...Qué les voy  a contar.

Poco a poco me fui haciendo con su confianza, y pronto me di cuenta que nuestra verdadera labor con estas personas, no era bancaria, sino social. De hecho, mejor que el logotipo de la caja, fuera debía estar el anagrama de la Cruz Roja.

Fundamentalmente teníamos la friolera de tres clientes fijos: Avelino, Ignacia e Isabel.

Isabel era la más joven. Venía a Astoria cada día, pero no perdía la oportunidad de acercarse  al  despacho de San Jerónimo. Le gustaba hablar por los codos, y para hacerle una operación consistente en un reintegro de cinco mil pesetas, solíamos estar, por lo menos, veinte minutos. No saben Uds. lo que se tarda en ponerme al día de todas las cosas que tenía que pagar con los mil durillos, y los innumerables motivos por los que no podía ir a la Oficina de Astoria. Pero a mi no me importaba, si a Isabel le hacía feliz contarme todas esas cosas, pues fenomenal, así me entretenía un rato con su animada charla.

Ignacia solía llegar un poco más tarde. Tenía más de ochenta años, y  las rodillas con desgaste. Esto último lo sé porque  siempre que venía me lo contaba. También hablaba mucho de su nieta, que la había colocado con un dentista. Siempre me preguntaba que si tenía novio, y ante su insistencia y decepción al decirle que no, pues tuve que inventar una pequeña mentira piadosa y decirle que Franky era mi novio, pero que no le veía mucho al estar tan lejos, sobre todo cuando le mandaron a Tailandia. Pero a ella le gustaba oír estas historias, y así mientras tanto, sus rodillas descansaban del paseo.

Ahora ya casi no viene, sus piernas le fallan y no la dejan salir sola por si se hace daño, así que, aunque fuese un poco pesado escuchar cada lunes sus problemas con las rodillas o las historias sobre cómo llegó su nieta a  colocarse con el dentista, ahora reconozco que las echo de menos.

Avelino, era mi  cliente más entrañable. Venía caminando desde su casa después del paseo matutino. Siempre llegaba el primero y se ocupaba de avisar a los demás en cuanto veía mi coche aparcado a la puerta del despacho. A menudo me reñía cuando llegaba tarde. Hablaba poco, porque  casi todas sus energías se consumían entre el trayecto desde su casa y avisando al resto de los vecinos de mi llegada. Cada día, antes de decirme lo que quería, se sentaba un rato a recuperar el aliento.

La conversación siempre era la misma.

- Buenos días Avelino, ¿cómo está?

- Ya llevo esperando un rato, eh-. Me reñía.

- Bueno, que es que tenía mucho jaleo en Astoria, hombre.

Silencio. Porque era muy difícil sacarle muchas palabras seguidas.

-¿Ya salió a pasear?- seguía yo.

- Si, ya fui todo por allá hasta la casa de Antonio y ahora ya vuelvo a comer -. Me respondía con voz temblorosa.

- Pues después de tanto paseo, ya tendrá hambre.

- No -,  me decía casi enfadado, - ahora no tengo mucha gana de comer y si no me como la sopa, la mujer me riñe.

- Bueno, ande, no se enfade, a ver, ¿cuanto quiere llevar?.

Avelino siempre llevaba pequeñas cantidades, para gastar como decía él y aunque era difícil de trato, yo intentaba ser paciente.

Lo cierto es que siempre que iba a San Jerónimo me acordaba de mi abuela, e intentaba tratar a todos como me gustaría que la atendiesen a ella. Por eso, el día que encontré a Avelino más cansado y extraño de lo normal, y me pidió que le diese cantidades de dinero distintas a las habituales, llamé preocupada a su mujer.

Ella se echó a llorar, y me dijo que se estaba poniendo muy enfermo por días. Yo intenté tranquilizarle, pero creo que no sirvió de mucho, ella ya lo sabía.

Al siguiente lunes que acudí a San Jerónimo, me extrañó no encontrarme a Avelino esperándome, apoyado contra el muro, buscando un pedacito de sol que calentase su cuerpo cansado por  los años.

Enseguida lo supe, ya nadie me reñiría por llegar tarde al pueblo. Avelino se había ido para siempre hacía dos días. En silencio, como era su costumbre. Pero algo me dice, que desde arriba, él sigue esperando cada lunes mi llegada, y me sonrío cuando llego después de la hora.

 

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